Bajo el ombú corpulento de las tórtolas amado,
porque su nido han labrado allí al amparo del viento,
en el amplísimo asiento que la raíz desparrama,
donde en las siestas la llama de nuestro sol no se allega,
dormido está Santos Vega, aquel de la larga fama.
En los ramajes vecinos ha colgado silenciosa la guitarra melodiosa de los cantos argentinos,
al pasar los campesinos ante Vega se detienen,
en silencio se convienen a guardarle allí dormido,
y hacen señas, no hagan ruido los que están a los que vienen.
El más viejo se adelanta del grupo inmóvil,
y llega a palpar a Santos Vega, moviendo apenas la planta.
Una morocha que encanta por su aire suelto y travieso,
causa eléctrico embeleso, porque gentil y bizarra,
se aproxima a la guitarra y en las cuerdas pone un beso.
Turba entonces el sagrado silencio que a Vega cerca,
un jinete que se acerca a la carrera lanzado,
retumba el desierto hollado por el casco volador,
y aunque el grupo en su estupor con tenerlo pretendía,
llega, salta, lo desvía y sacude al payador.
No viene el rostro sombrío de aquel hombre muro,
que los judos vieron, horrorizados sintieron temblar las carnes de frío.
Miró en torno con bravío y desenvuelto ademán,
y dijo, entre los que están no tengo ningún amigo,
pero al fin para testigo lo mismo es Pedro que Juan.
Alzó Vega la alta frente,
y le contempló un instante, enseñando en el semblante cierto hastío indiferente.
Por fin, dijo fríamente el recién llegado, estamos juntos los dos
y encontramos la ocasión que estos provocan, de saber cómo se chocan las canciones que cantamos.
Así diciendo, enseñó una guitarra en sus manos y en los raigones cercanos, preludiándose, sentó.
Vega entonces sonrió y al volverse al instrumento,
la morocha hasta su asiento y a su guitarra traía con un gesto que decía,
la he besado hace un momento, Juan sin ropa, se llamaba Juan sin ropa al forastero,
comenzó por un ligero, dulce acorde que encantaba
y con voz que modulaba blandamente los sonidos,
cantó tristes nunca oídos, cantó cielos no escuchados,
que llevaban derramados la embriaguez a los sentidos.
Santos Vega oyó suspenso al cantor
y toda inquieta sintió su alma de poeta como un aleteo inmenso.
Luego, en un preludio intenso,
hirió la voz de la cancionera, la voz de la cancionera, la voz de la cancionera, la voz de la cancionera, la voz de la cancionera, la voz de la cancionera.
Hizo las cuerdas sonoras y cantó de las auroras y las tardes pampeanas
en dechas americanas más dulces que aquellas horas.
Al dar vega fina el canto, ya una triste noche oscura
desplegaba en la llanura las tinieblas de su manto.
Juan sin ropa se alzó en tanto,
bajo el árbol,
el sol se empinó.
Un verde gajo tocó
y tembló la muchedumbre
porque echando roja lumbre
aquel gajo se inflamó.
Chispearon sus miradas
y torciendo el talle esbelto
fue a sentarse medio envuelto
por las rojas llamaradas.
¡Oh, qué voces levantadas
las que entonces se escucharon!
¿Cuántos ecos despertaron en la pampa misteriosa
a esa música grandiosa que los vientos se llevaron?
Era aquella esa canción que en el alma sólo vibra,
modulada en cada fibra secreta del corazón.
El orgullo, la ambición, los más íntimos anhelos,
los desmayos y los vuelos del espíritu genial,
que va en pos del ideal
como el cóndor a los cielos.
Era el grito poderoso del progreso
dado al viento,
el solemne llamamiento
al combate más glorioso.
Era en medio del reposo
de la pampa ayer dormida
la visión ennoblecida del trabajo,
antes no honrado,
la promesa del arado,
que abre cauces a la vida.
Como el mágico espejismo
al compal de ese concierto
mil ciudades el desierto levantaba de sí mismo
y a la par que en el abismo una edad se desmorona
al conjuro en la ancha zona
derramábase la Europa
que sin duda Juan sin ropa
era la ciencia en persona.
Oyó Vega embebecido
aquel himno prodigioso
e inclinando el rostro hermoso,
dijo
Sé que me has vencido.
El semblante humedecido
por nobles gotas de llanto
volvió a la joven su encanto,
y en los ojos de la joven,
En los ojos de su amada clavó una larga mirada y entonó su postre el canto.
Adiós, luz del alma mía, adiós, flor de mis lladuras,
manantial de las dulzuras.
Que mi espíritu bebía, adiós, mi única alegría, dulce afán de mi existir.
Santo de Vega.
Santo de Vega.
Santo de Vega.
Que va a hundir en lo inmenso de esos llanos, lo han vencido, llegó el mano, el momento.
Que va a hundir en lo inmenso de morir.
Aún sus lágrimas cayeron en la guitarra copiosa y las cuerdas temblorosas a cada gota gimieron.
Pero súbito...
Los cundieron del gajo ardiente las llamas y trocado entre las ramas en serpiente,
Juan sin ropa arrojó de la alta copa brillante lluvia de escamas.
Ni aún cenizas en el suelo de Santo Vega quedaron.
Y los años dispersaron los testigos de aquel duelo.
Pero un viejo y noble abuelo...
así el cuento terminó.
Y si cantando murió aquel que vivió cantando fue, decía suspirando, porque el diablo lo venció.