Leopoldo cayó en la cuenta de que el día estaba llegando a su fin.
De modo que se levantó,
tomó la espada y se dispuso a dar cumplimiento a su misión.
Con paso lento,
fue avanzando hacia la cueva del dragón.
Se esforzaba por verse caballero,
rodeado de cortesanos,
lujo y placeres
a los que jamás había imaginado llegar.
A medida que avanzaba,
apretaba con más fuerza
la empuñadura de su espada,
como para no ser víctima del miedo.
Y penetró en la cueva,
lentamente.
La garganta era oscura,
pero las sombras no lo detuvieron.
Con cada paso que
daba,
su imaginación volaba más alto.
Fantaseaba con su victoria,
con la derrota de un portentoso
dragón que,
entre bramidos y fuego,
caía abatido por sus certeras estocadas.
Con la
espada en alto,
caminó hasta toparse con la gran bestia.
La supuesta gran bestia.
El pobre bufón no salía de su asombro.
Lentamente bajó su espada.
Ante él se presentaba un dragón viejo,
con su mirada cansada,
buena.
En las arrugas de su piel se podía leer a las claras
el imperdonable paso del tiempo.
Sus miradas se cruzaron.
¿A quién buscas, Eupoldo?
¿Cómo sabes quién soy?
¿Puede acaso un padre olvidar el nombre de alguno de sus hijos?
Padre, hijo,
no te entiendo.
He venido para dar muerte al dragón.
¿Cuál fue el motivo de la sentencia?
Es por la vida de mi rey,
quien está muy enfermo.
¿Y cuál fue la sentencia que dictó tu corazón?
Es que todo es muy confuso en él.
Podré al fin ser caballero y disfrutar los placeres del reino.
Responde bufón.
¿Se ve acaso infeliz el ave que surca los cielos,
disfrutando la libertad de su vuelo,
sin ser caballero?
¿Y se ve infeliz el duende que gasta bromas a las
doncellas y mansebos que han de pasear por el bosque,
sin ser este caballero?
No.
¿Será entonces infeliz aquel bufón,
que con su alegre y diva estanza,
divierte como
sólo eres capaz de hacerlo a los seres de la madre naturaleza,
llenando de alegría el
corazón de todos,
sin ser este caballero?
No, señor.
Piénsalo, querido bufón.
Pero no dejes de hacer lo que tu corazón te indique.
En verdad
te digo que a lo largo de mi existencia he
podido y sabido reinar sobre todo mi humilde
reino
y pude ver con los ojos de mis amados hijos.
Mas nunca,
nunca pude entender el corazón
del hombre.
Voltea a esta página y haz que el destino no detenga su marcha.
Pero quiero
que guardes este cuerno de Narfal.
Es del primer hijo,
muerto por la mano del hombre.
Leopoldo
tomó el cuerno
y enjugó una lágrima.
Dentro de la cueva,
abrazado por el gigantesco silencio de aquella secular morada,
el corazón del bufón
pugnaba por detenerse.
Al compás del último sonido del día,
contrastando con una breve lágrima,
el cosmos
tomó forma de plegaria.
En débil victoria la espada
tomó forma de muerte.
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