Nuestro artista, usted que sabe, siga con ese guafaso, que el chubasco de mi copla va espelucando
más trantos, palmares y chaparrales para seguir por el rastro las historias legendarias
que aquí en mi pecho amaman.
Voy sobre el lomo del verso, porque el verso es mi potrana.
Me inspiré para cantarle a Orojue, pueblo de encantos, el comercio de oro y cuero.
Según Fregona, un relato le dio el nombre de Orojue a este pueblo criollo y nato.
Antes fue un asentamiento de indios con flecha y arco.
Predominaban los álibas en sus montes y sus campos.
Después unos misioneros vinieron a hacer contacto con las tribus de estas tierras y
aquí pararon sus ranchos.
Margen derecha del meta, un río caudaloso y ancho.
Enseguida se vinieron a colonizar los blancos porque vieron sus sabanas con buenas aguas
y pastos y unas pocas veces dieron origen a grandes atos.
Luego vino el cruce de etnia de donde salió el mulato.
Fue tomando forma el pueblo como epicentro inmediato del rodaje comercial que invitaba
al adelanto.
Hicieron un puerto próspero sobre sus firmes barrancos.
Comenzaron a llegar desde Europa grandes barcos, venían llenos de herramientas, de cachivaches
y trapos, de espejos y de calderos.
Vendían caro lo barato, también cambiaban por cueros y por pepas de sarrapio.
Federico Vinteriche de este negocio era el capo, pero lo que más ansiaban eran las plumas
por sacos.
Así mataran las garzas, era el negocio más grato.
Llevaban artesanías, cebucanes y canastos, la madera bien tallada, guapas y buenos curracos
y una que otra petribas para pasar un buen rato.
Un pueblo que se respete aquí en este suelo patrio como guía espiritual debe encomendarse
a un santo.
Por eso el 2 de febrero de 1854 la Virgen de la Candelaria vino a ocupar ese espacio.
Se volvió una tradición celebrar con mucho acato estas fiestas patronales para indígenas
y blancos.
En el parque había posuelos llenos de chicha y guarapo, bailaban cachoebenao y el botuto
dando saltos.
Por la noche los parientes se veían como bachacos en fila para beber, para absorber
yopo y tabaco.
Cuando capitanes y hombres estaban más que borrachos le caían a las pollonas cual perro
cazando mato.
Por eso hay tanto guajibo entre blancuzco y jipato, que esa vez todo era sano, no había
matanzas ni atracos.
Camilo Torres asoleaba borrocotas en el patio, prendía el parrando cuchuco con un requinto
o un cuatro, se escuchaba por las calles frenos y tropel de casco y las reinas recogían los
remates en un frasco.
Gritaba Víctor Machao, a esa reina la remato, Venedo y Pedro Barrero gastaban tragos sin
ajo.
También el mono Aureliano, Pedro Espinosa y Cerrato, los guíos y los cisneros, Hernández,
Tellos y Blancos.
Desde el ato del piñal se venía el viejo Torcuato.
Macario era un personaje supremamente bellaco, a falta de diversión él servía hasta de
payaso, el capitán Guadalupe con rojas aquí hizo un pacto.
¿Cuántos secretos valiosos guardarán esos remanzos?
Aquí se inspiró la pluma del poeta José Eustacio para escribir la vorágine novela
de vuelo alto.
Ato de la Maporita, ¿en dónde quedará ese ato?
Dicen que el viejo Subieta sale allí en forma de espanto, ¿dónde andará Rurocoba
con Alicia y Fidel Franco?
Junto a la niña Griselda y Juan Correa el mulato, yo sé que Clemente Silva aún los
busca por el rastro, para que todos unidos sanen la herida del caucho.
Que Dios bendiga Orocué, pueblo criollo, bueno y santo.
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