La pujada.
Era un corriól estrecho y liso como la esmoladura de una rueda colosal
que hubiera pasado por aquel lugar durante siglos.
Anaba hacia Garbí, y así que se habían dado unas cuantas pasas por aquel corriól,
se adrezaba la bomba inmensa del roquís gros.
De aquel roquís, todavía lejano, se desprendía una alanada fría.
Una extraña alanada de invierno
que sorprendía desgraciadamente las carnes llenas de sol de primavera,
heriéndolas con un impulso de repente de volver atrás.
En la mila de fuego, tan vivo aquel impulso, que se aturó en seco.
Entonces, percibí una sonrisa sorda
que venía de no saber dónde,
como un ronflet de bestia gigantina.
Que seguía dormido, fatigado.
¿Qué es esta fresa, Matías?
Preguntaba inquietamente.
El odol del torrente de mala sangre
que escupa el agua del Bram.
El odol del torrente de mala sangre
que escupa el agua del Bram.
Y el corriól, pujando, pujando, pujando y revirándose,
anaba penetrando poco a poquete en la región de las sombras fredas.
De repente, la mila se aturó.
Y después, a girar.
Y después, a girar en rodó.
Una gran impresión la sospequé.
Reina del Ciel, el camino que habían hecho.
Sota Seu no se veían más que onadas de montañas.
De montañas inmensas y silenciosas
que se geían, se aplanaban,
se sumergían en la quietesa ombrívola del capvespre
que, como una boira negra,
se les estenía al demún, amortallándolas.
La mila es cercar, en aquel desierto blanco,
la taca alegre de una fumarola,
de una caseta, de una figura humana.
Pero no descubrí nada.
Ni la más pequeña señal que denunciara la presencia y la compañía de los hombres.
Y, sintiéndolo, la mila se aturó.
Y sentí que el corazón se volvía, de repente,
tan o más opaco que aquellas pregonesas,
murmurada y aterrada.
¡Qué soledad!