La pelea. La maestra se paseaba entre los bancos dictando, y de rebote mirando la letra como marchaba.
Punto y seguido, cantaba. Abra la admiración, y sonaba un coscorrón cuando alguno se copiaba.
Ese niño venga aquí, traiga las figuritas. No son mías, señorita, enseguida respondí.
Por más que me defendí, ya no hubo salvación, y al lado del pizarrón el plantón me lo comí.
Y allí me quedé mirando las moscas como volaban. Qué vidurrias se pasaban lo más tranquilas planeando.
Cuando estaba imaginando la forma de agarrar una, un carozo de aceituna en mi oreja pasó silbando.
Entré a buscar al autor, pero todos escribían. Y el carozo no tenía que yo supiera un motor.
Y rascaba el borrador que estaba abierto.
Era blanco de tiza cuando le vi la sonrisa al falso del monitor.
En el patio lo paré, por la cuestión del carozo. Y vi que se hacía el oso, y entonces lo revisé.
Y en la boca le encontré otro carozo igualito. Y la oreja al compadrito tres veces se la mojé.
Vigilando al director, quedó el ruso de avanzada. Y fuimos a la cortada, que era el campo del honor.
El sapito con temor me dijo al darle los libros.
Cuidate porque ese vivo te rajuña a lo mejor.
Y empezamos a pelear alentados por la barra.
Él era de esos que agarran.
Y yo me quise zafar y justo me fue a golpear en la nariz con el codo.
Y ya lo vi nublado todo. Y allí ya empecé a sangrar.
El cana, el cana, se oyó y vino la desbandada.
No dispares, que no es nada.
El sapito me aclaró. Ibas perdiendo. Fui yo.
Estamos escuchando la barra que iba gritando.
Se la dio, se la dio, se la dio.