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Cumplida la misión,
Leopoldo emprendió el camino de regreso hacia el castillo.
Sentía
que cada uno de sus pasos lo acercaban
a la magnificencia de su rey
ya dispuesto a armarlo caballero.
Mientras caminaba,
sonreía.
Sin saber por qué,
sonreía.
Y todo fue silencio en el valle.
De tanto en tanto,
acariciaba el cuerno del narval y
recordaba el desenlace de su odisea.
Nadie habló
y un manto de oscuridad lo cubrió todo.
Y sin darse cuenta,
llegó hasta el castillo.
Cuando hizo su ingreso en la sala,
todos callaron.
Nuevamente
el silencio tomaba forma ante él.
El rey
finalmente pidió a Leopoldo
que narrase
su aventura.
Después de andar por los caminos,
atravesando el valle entero,
llegué a la morada del dragón.
Sus esbirros intentaron persuadirme
para que desistiera de mi cometido.
No los escuché.
Burlé su engaño.
Me topé con la bestia,
la que no hizo sino suplicar mi piedad,
pero tampoco di crédito
a sus palabras.
Y al fin,
al fin, al fin cumplí tu voluntad.
Bravo,
mi buen Leopoldo.
Has sabido llevar a cabo esta empresa como un caballero.
Pues bien,
aquellos que apostaron contra el bufón
han perdido.
Ejecútenles.
Desejemos mi victoria.
Y si la música y tú, bufón,
bailas para mí.
Pero, mi señor,
me dijiste que...
que sería caballero...
Las risas llenaron la sala.
Y el grito del bufón fue sofocado por la música.
Leopoldo cayó en la cuenta de su error,
de aquel engaño.
Había destruido a su verdadero señor.
Pero ya era tarde.
Y al compás de la música,
sin que nadie lo notara,
se fue alejando del salón.
Se volvió a caer la espada.
Y empuñando el regalo del dragón,
se dispuso a culminar la obra.