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El anciano se alejó.
Leopoldo lo observaba,
intentando escapar de la confusión generada por sus palabras.
Retomó la marcha.
Encaminó sus pasos hacia la morada del poderoso dragón.
Creyéndose dispuesto a terminar cuanto antes la tarea encomendada,
llegó hasta la cueva de la bestia.
Una vez allí,
no pudo dar un paso.
Era como si alguien le dijera que todo era un engaño.
Pero no había nadie con él.
Solo él.
Dejó caer la espada.
Todo era aún más confuso.
El cansancio y la tensión acumulados a lo largo del camino
lo obligaron a sentarse en una roca.
Contemplando el valle entero,
se dispuso a cumplir
el mandato de su rey.